viernes, 31 de agosto de 2012

Justicia e indefensión

En un Estado social y democrático de Derecho como es el español, así se denomina en el artículo 1.1 de la vigente Constitución de 1978, que proclama entre sus "valores superiores" la justicia, está proscrita la indefensión, encargándose de hacer tan entusiasta declaración el artículo 24.1 de la misma Norma. Fue ésta una importante conquista política, de marcado carácter jurídico para garantizar la plena eficacia de los derechos fundamentales reconocidos a los ciudadanos, y en concreto, del derecho a la tutela judicial efectiva. Sin embargo, a diario, se producen determinados hechos muy corrientes, que en la práctica, dan al traste con tan bello principio. Me estoy refiriendo a algo tan molesto, habitual y, seguramente necesario, como las multas de tráfico urbanas de cuantía menor, a las que, por muy prudente que uno sea, es muy difícil no verse atrapado alguna vez en ellas. Generalmente los agentes de tráfico aplican correctamente las normas reglamentarias de la circulación cuando imponen alguna sanción de este tipo, y generalmente, también, no suele tener el mismo punto de vista el ciudadano recién castigado. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, tal como sucede a veces, se producen situaciones abiertamente injustas, al existir un justificado motivo que, según la naturaleza de las cosas y el contexto de los hechos (supongamos, el aparcar en doble fila para dejar a un anciano enfermo al que hemos tenido que ayudar subirlo al cuarto sin ascensor tardando unos minutos), pueden amparar al supuesto infractor que se ha visto obligado a realizar una conducta que de no existir esa justificación su actitud sería sancionable, pero que sin embargo el agente, por el motivo que sea, por no creerle o por tener otro punto de vista, pero convencido de que cumple fielmente con su obligación legal, no atiende a las explicadas razones y, sin piedad, rellena el fatídico papelito retribuyéndole con la multa al posible transgresor que, perplejo y rabioso, sufre la escena en carnes propias mirando a todos lados en busca de alguien, que nunca aparece, que corrobore su justificado testimonio. Pues bien, el problema que ocurre en España, es que una vez recibida la multa, de un importe relativamente menor, en el ejemplo sesenta euros, el administrado puede recurrir en vía administrativa, que si la lleva él mismo es gratuita, lpero por mucha razón que tenga, desgraciadamente, las posibilidades de que la Administración le estime su recurso, por muy fundamentado que esté y aunque se lo confeccione el mismísimo García de Enterría (maestro de administrativistas) en persona, son escasísimas. Así que agotada la vía administrativa, y con la amenaza de ver embargados sus bienes si no la abona, al irritado ciudadano, convencido de que está sufriendo una gravísima injusticia, sólo le queda acudir a los Tribunales para reclamar la anulación de la sanción. Y aquí llega la indefensión que precede a estas líneas, pues pese a estar prohibida aquélla en nuestro Ordenamiento, en la práctica son muy pocos los que acuden, en este caso al Juzgado Contencioso-administrativo para solicitar el amparo de la Justicia, ya que precisa la intervención de un Abogado que le defienda y un Procurador que le represente, aunque el importe de la multa sea el indicado, las tarifas mínimas de los Colegios de Abogados y los aranceles de los Procuradores, raramente bajarían de cuatrocientos euros (incluyendo interposición, demanda, juicio, prueba y conclusiones), sin tener la certeza, naturalmente, de que el recurso sea estimado. Pero, la paradoja es que, aún ganándolo, y cobrando lo mínimo su asesor legal y su representante, "el disgusto" es complicado que le cueste menos de 400 €, si le quitan la multa, ya que los Juzgados de lo Contencioso son muy remisos a imponer las costas a la Administración, lo que solucionaría el problema, pues en tal caso, sería ésta la que tendría que abonar los gastos del Abogado del recurrente cuando éste tenga razón. Esta injusticia que provoca, cada día, la indefensión "real y efectiva" que debería ser eliminada, tal como ordena la Constitución, bastando para ello que los Jueces de lo Contencioso impusieran las costas a la Administración condenada, sobre todo en las multas menores, con una interpretación más favorable al ciudadano que la actual de la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de 13 de julio de 1998 en su artículo 139, aunque no suele ser práctica habitual hasta la fecha. Y mejor no pensar lo que podría ocurrir si el recurrente pierde el asunto, donde además de pagar a su Letrado y Procurador, también deberá abonar la multa, e incluso, si su pretensión fuere considerada temeraria, podrían hasta condenarlo a abonar los gastos del defensor de la Administración demandada. Y en recurrir la sentencia del Juzgado, en caso de que se pudiese, ni pensemos, por lo que con relativa mala suerte, "la fiesta" podría superar los mil euros, sin contar intereses, ni recargos de apremio, ni recurso al órgano superior. Y todo por sesenta euros. Después de conocer algo tan tristemente real como lo anterior, pensará el ciudadano pragmático, ¿no será mejor pagar, por muy injusta que sea la multa y olvidarse de los recursos pese a la indefensión sufrida y prohibida por la Constitución? Tal vez, pero eso no parece que tenga mucho que ver con la Justicia que proclama el artículo 1.1 de nuestra Norma Fundamental.